A mis nietos y nietas


Si a vuestro paso habéis dejado caer alguna
espina, regresad, arrancadla y en su lugar sembrad
una rosa.

Vuestra abuela que os quiere tanto...


domingo, 22 de abril de 2018

Día del Libro para mis nietos/as

 

Algunas de mi sobras más recientes, escritas pensando siempre en vosotros

Mis queridos nietos  y nietas: hoy es un gran día. ¿A qué lo sabéis? Sí, el Día de Libro, el día grande de la lectura. Por eso os  transcribo una bonita vivencia de mi infancia: 

LAS HUERTAS
¡Qué sueño eran las huertas! Silencio, roto por  el murmullo del agua al caer por los arcaduces de una noria chiquita que, lentamente, movía un borriquillo, dando vueltas, con los ojos tapados por una burdo retal, alrededor de una alberca donde se lavaban hortalizas y dónde muchos niños se bañaban en los veranos. Y qué agradable era pasear por entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas…
La huerta era también  nave de canastas, herramientas y muebles destartalados que, no obstante, provocaban curiosidad y cierta intriga como si algo más se escondiera tras aquellas  ingenuas realidades  que a simple vista se mostraban.
Lo que más nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que  en medio de la huerta se erguía gracioso. Parecía un hombre de verdad, un hombre de palo: brazos erectos como si fueran  aspas de una maltrecha cruz,  un viejo sombrero de paja, que le caía tapándole un siniestro e inexistente rostro, bufanda de cuadros rechinantes, que le llegaba hasta el suelo y chaqueta panda como la de un  viejo payaso.
Gorriones. Muchos gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban del espantapájaros. Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran: ¡Cuidado! ¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la tierra. 
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca.
Y las huertas se convertían también en objetivo furtivo para los pequeños que, siempre  a escondidas del hortelano, merodeábamos árboles frutales con la ilusión de  lograr algo de resina que considerábamos importante pegamento.
¡Bellas huertas de mi pueblo! En ellas, juegos, paseos, sueños…
 Algunas tardes los paseos a la huerta terminaban en melonares propios o de familiares, y lo primero, casi un sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que salía al paso. Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa  fruta que era diestramente elegida y repartida, a corte de navaja, por el diestro guarda.
No sé por qué me llenaban de misterio aquellas chozas. Me parecían dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en ellas hubiera algo más que un camastro y el asiento de una vieja silla, realidades que al comprobarlas, una y otra vez, me dejaban triste.
Un día,  cuando erais uno micos, os   contaba   un cuento que empezaba así: Esto era un hombre que sólo tenía una choza para vivir… ¿Qué es una choza, abuela?  -me preguntasteis con curiosidad-. Cuando os lo expliqué, a una, exclamasteis: ¡Qué guay! ¿Hacemos una, abuela?
 Posiblemente vosotros, al igual que yo, imaginabais algo más que la pobreza que aquel insólito cobijo ponía de manifiesto, pero todo ello forma parte del arsenal de vivencias que fueron marcando camino en mi infancia, y hoy sé que anduve y sigo, cual celoso caminante, haciendo mi ruta diaria porque es cierto que se hace camino al andar. No os detengáis nunca, mis queridos nietos.