A mis nietos y nietas


Si a vuestro paso habéis dejado caer alguna
espina, regresad, arrancadla y en su lugar sembrad
una rosa.

Vuestra abuela que os quiere tanto...


sábado, 12 de junio de 2010

Carta a Gonzalo, mi pirmer nieto


¡Qué bello amanecer el de aquel día!

 Las calles a las cuatro de la madrugada sólo eran noche y semáforos, No obstante el solivianto propio de la hora y del evento, me precipité allí, donde tus padres, donde tú, mi pequeño y precioso niño, estabas a punto de llegar al mundo.

Medio me tiré del coche al llegar a urgencias de maternidad en Reina Sofía. Silencio y cuatro personas dormitando por los rincones. Alguien, un celador, me detuvo, cuando, aturdida, nerviosa, quise sobrepasar la “barrera” de lo prohibido. “Ahí no se puede entrar. Espere fuera”.

Expectación en el susurrante sonido de barras fluorescentes, en el penetrante olor a medicamentos y revueltos de no sé cuántas cosas. Mis ojos se quedaron clavados en aquel cartel de “prohibido el paso”, en aquella puerta, tras la cual, tus padres, casi dos niños, transformados en responsabilidad, se debatían en dolor e ilusión, porque tú, tan deseado, tan querido... llamabas en el aldabón de este mundo y, con urgencia, reclamabas ya tu lugar en él.

Desde casi mi estática postura, simultaneaba pensamientos, como si en la película retrospectiva de toda mi vida, se interpusiera la emoción del momento presente que me agitaba en un vaivén de nostalgias, de angustias, de fe, de esperanza...

No existen palabras, pequeño mío, para que pueda expresar qué sentí cuando al fin dejaste de ser inte¬rrogante para formar parte de una be¬llísima y casi mágica realidad.

¡Cómo temblaban mis brazos ante el milagro de la vida que nos arrebata seres queridos, por un lado, y nos compensa, por otro, con esa savia nueva que son los nietos, que eres tu, vida mía! Savia que nos devuelve alegría, ilusión, proyectos y un gran derroche de ternura y amor

Ayer, no conocía el color de tu pelo, ni el sonido de tu llanto, ni el tacto de tu piel...

Hoy, ya estás aquí. Te puedo acunar entre mis brazos, te puedo sen¬tir en ese corazón que late al unísono del mío, cuando te aprieto junto a mi pe¬cho en un deseo de fundirme con¬tigo.

¡Cuántas interrogantes acerca de tu fu¬turo me nacen y me crecen en los adentros! No obstante, te veo luz des¬tellante, estrella que has caído justo aquí en esta familia que con los brazos abiertos, desde el mimo día que supo de tu existencia, te espera, te soñaba, te amaba.

Tú eres la vida que regresa una vez más, irisando de color cualquier punto negro de esos que aparecen y dejan sus marcas so¬bre el tapiz, aurora de cada día, que es nuestra existencia, y esta mi casa, tan solitaria y silenciosa, se eclosiona de alborozo, de entraña¬ble trasiego fami¬liar, con tu llegada a este nuestro mundo, tan conflictivo, tan apartado, cada vez más, de la in¬mensa aventura que es el vivir, y que te aguarda, pe¬queño mío, ignorando que tú sí eres acontecimiento para to¬dos los que te amamos.

Mi precioso niño, doy gracias a tus padres, a Dios, por tener la dicha de engendrarte, acariciarte, y sentir que soy la mujer más joven del mundo porque tú eres un hijo más que me ha nacido en este jardín del amor donde las semillas caídas jamás se pierden: crecen y se multiplican.

Me emocionan y conmueven los acon¬tecimientos del mundo, la turbia mirada de los ancianos, la limpia mi¬rada de los pequeños, la fragancia de mis jazmines...

Sí, más que nunca, hoy, y te lo debo a ti, ternura que me sale a flor de labios y se trueca besos que quisiera entroni¬zar en suspiros del viento para que se esparcieran por todo el mundo en un glorioso e inaca¬bado aleluya.

Vuelve la vida, siempre, y su retorno puede ser música para un bello poema. Vuelve el otoño, siempre.

Y me felicito, porque, una vez más, compruebo que soy algo más que un puñado de ingenuas ilusiones, mil veces rotas y recuperadas: soy, por primera vez, abuela.