Lunes de abril de 2015
Queridos nietos y nietas: Hoy os voy a escribir un relato que es el recuerdo de un buen hombre que se fue para siempre. Le llamaban el Patillas.
Anoche, como sabéis, hubo una gran tormenta en Córdoba. Cuando pasó, salí a la terraza y todo me parecía mágico; los semáforos y los faros de los coches en el asfalto, mis macetas, el cielo...
Y os hice esta mágica fotografía como recuerdo de un bello día de domingo de abril
Alias
Patillas, tan grande, tan abotagado, tan torpe de movimientos… Con una bolsa,
sobra de alimentos de un bar, donde recogía papeles y ordenaba mesas, subía,
cada atardecer, la rampa de la terraza, camino ya de su casa. Con la vista puesta en un burdo bastón, se
detenía en un punto, me miraba, sonreía
y agitando un brazo se despedía.
Y yo, soledad y pensamientos que me corrían por el alma y me inundaban de nostalgia, pensamientos que me eclipsaban en un más
allá, rueda de sueños infinitos, miraba al Patillas y notaba cómo una página
más pasaba por el almanaque de mis días.
Una ardiente súplica me brotaba en el alma: No te me vayas a morir,
buen hombre, porque tú, con tus piernas viejas, con tus medios harapos bien
lucidos en tu cuerpo grande, con tus patillas, corola de unos labios que sin
palabras sonríen, eres lo único de cada atardecer, eres el mejor testigo de mi
permanencia en la vida, eres mi referencia de vida.
Sí, pobre hombre, tú me recordabas mi
nada que sonreía al unísono de tu despedida. Y yo, en un instante de tremendo desconcierto, de
trágicos contrastes, en un instante de no entender nada y, cuando la sombra de
Alias Patillas se superponía en el árbol grande que nos separaba, un halo de
paz, mezcla de reflexión y agradecimiento por aquel adiós, me inundaba.
Tras la vieja y negra boca de
Alias Patilla, Dios también me sonreía.
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Bueno, os debo, creo una explicación: hacía poco que había muerto el abuelo Mariano. No obstante, allí, sentada en la terraza de siempre, sola con mis recuerdos, me parecía estar esperando que regresara, como tantas veces, del campo. Y me sentía muy triste, muy sola porque él no llegaría nunca más. Por eso, aquella mirada, aquella sonrisa de aquel pobre y disminuido hombre se me antojaba que era la mirada del abuelo, la sonrisa de Dios.
¿A qué es difícil para vosotros de entender esto? Así es la abuela y no hay más.
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