Nada de teneros olvidados, queridos nietos y nietas. Sabéis de sobra que
eso no sucederá nunca. Son las circunstancias por las que atravieso
en estos días las que me impiden no estar más en este blog que con tanto
cariño os dedico.
Pero hoy, tras días de vacaciones en familia de las que
habéis gozado, quiero dedicaros algunas
cosillas que pienso sobre este gran
valor que es la familia.
¡Cómo recuerdo aquellos años
de vida en familia! Primero, como niña, con padres maravillosos que, a pesar de
las dificultades de los tiempos, me hicieron sentir la alegría de vivir. Después, como madre, y también siempre con
las dificultades que nunca faltan, y hoy como abuela. Esta, mi casa, no está
vacía, porque es la mejor testigo de cuánta e intensa vida familiar se ha
vivido en ella. Son, creo, mis mejores recuerdos.
El cálido
rescoldo que debe posar para siempre en el alma de todos como antorcha de luz
perenne se enciende o se apaga para siempre en la familia, en el aula
maravillosa del hogar.
No, no está
pasada de moda la familia. Lo estamos nosotros cuando, o bien la queremos sacar
de la nada, cosa imposible, o bien nos empeñamos en resucitar y reproducir
esquemas ancestrales de familia, cosa imposible. La familia es un camino que
hay que andar día a día, rectificando, aprendiendo, colaborando… amando.
Y es trabajo de todos: padres e hijos.
Porque la
familia es una sociedad pequeñita, pero su labor trascenderá el universo.
Tuve un
padre maravilloso que me enseñó muchas cosas, pero cómo muy especial recuerdo
aquella noches de jardín y cielo en las que nos hablaba de estrellas, galaxias,
misterios…
Tuve una
madre de jazmines y violetas, de cajitas de música y pañuelos bordados. Tuve
una madre de perfume de rosas, de ingenuas ilusiones, una madre de sueños, de
rosarios y fe.
Tuve los
mejores padres que podía esperar. Por ello, hoy, puedo verlos y encontrarlos, siempre como mi mejor
referencia de vida.