Mis queridos nietos y nietas: os cuento una
anécdota de cuando yo era niña para que os riáis y penséis cuánto daño podemos hacer a otros niños, porque eso es lo que pasó a mí, cuando era niña. Y en el día de hoy, DXía de la Cruz, lo recuerdo y me río, pero lapos muy mal.
Uno de los muchos dibujos que guardo demás alumnos/as
Cada año, al llegar mayo, el tema de las cruces me apasionaba.
Los niños en general hacían sus cruces particulares, muchas de las cuales,
hechas por personas mayores, resultaban ser pequeñas obras de arte. La mía era
de confección particular. Quiero decir que me las tenía que arreglar sola para
lo cual me servía de dos varetas, -nunca las conseguía derechas totalmente- que
revestía con lacitos hechos de papel de seda que pegaba con gachuela. Después,
en una caja de zapatos, adornada con el mismo procedimiento, la colocaba. La
veo, sí la veo colocada, finalmente, sobre la cómoda con muchas estampitas
alrededor, con grandes ramos de celinda, rosas, jazmines y todo cubierto de
pétalos. ¡Qué feliz me sentía cuando al
fin podía contemplar aquel singular altar, allí, al alcance de mi vista, frente
a mi cama! A veces, mis fervores me llevaban a exhibirla por la calle, como los
demás niños que, de casa en casa, recaudaban unas pesetillas, pero todo quedaba más bien en intentos porque
mi padre no consideraba digno de mi condición el andar pidiendo.
Recuerdo, como algo espectacular, el altar que Andrés, el
mosca, monaguillo de profesión, montaba en una habitación de su casa, frente al
Colegio de las monjas. Creo que el hecho de ser monago le imprimía cierta
autoridad entre la chiquillada, y tal vez, fuera la razón por la que su altar
era el más elogiado y visitado, amén de que hasta incienso esparcía por la
casa.
Efectivamente, lo recuerdo como un monumento que ocupaba de forma
escalonada toda una gran habitación. Cada tarde, simulaba decir Misa, y allí
que acudíamos todos, pero no sé por qué extraña razón yo no le gustaba y en
cuanto me veía aparecer, con mi velo tupido hasta la cintura, mi librito de
Misa y mi rosario, se abría de brazos en la puerta y repetía: tú
no entras, nena, que eres mu fea.
Un día le dije: si me dejas entrar te doy una “gorda”. Eso es muy poco; me tienes
que pagar, por lo menos un real. Era difícil tener un real, pero,
privándome de las chuches, propias de aquellos años, lo conseguí. Y me dejó entrar advirtiéndome que
no podía moverme. Un chiquillo, que no cesaba de reírse de mí, fingió una
escandalosa ventosidad, cuando en silencio total esperábamos que Andrés
comenzara la “Misa”. ¿Quién ha sido? –preguntó fulminante-. Y aquel niño, sin
reparo alguno, exclamó: ¡la del banco, la nena esta del banco! –me llamaban así porque mi padre
era director de Banesto-. ¡Fuera, fuera, nena fea! –exclamó Andrés-.
Y medio llorando llegué a mi casa derecha a refugiarme en mi
torcida cruz pero, ¡vaya sorpresa! Mi cruz había desaparecido. La busqué pero
pronto mi hermana me salió al paso: no la busques que la he roto: era un
mamarracho, un perigallo de cruz.
A veces, cuando tanto se habla de acoso de bullying, tengo
muy claro que yo fui víctima de niños y
hasta de niñas que abusaron de mi bondad y timidez. Nada dije a mis padres, pero si alguna vez os sucede algo parecido, no lo soportéis en silencio. Contadlo y tendréis ayuda.