Esto es un olivar. Seguro que nunca lo habéis visto, pero os aseguro que se nota uno como en otra dimensión, cuando se está allí.
Mis queridos nietos y nietas: parece mentira pero ya casi todos
sois mayores de edad, os habéis sacado el carnet de conducir, mi Amalia ya es
maestra, mi Gonzalo, profesor de Inglés con su bonita y gran Academia, mi
Ángela, empeñada en ser enfermera, mi Isabel María, estudiando también
Magisterio, mi Javier persiguiendo un sueño que
seguro hará realidad: ser actor y los tres más pequeños, estudiando en el
Instituto.
Con esto quiero deciros, lindos míos, que ha llegado la hora de
que conozcáis, algo de cómo fue el pasado y de cómo lo vivió vuestra abuela. Os
gustará y, sobre todo, comprobaréis cómo para ser feliz, no hacen falta tantas
cosas como tenéis ahora.
¡Venga, vamos a leer!
DÍA DE LA ACEITUNA
Villa del Río, un pueblo de olivares, se adelantaba a la
recogida de aceitunas con la costumbre familiar, entrañable, de organizar cada
año, en torno al Día de los Santos, la cogida de aceitunas que, en
distintas variedades, se preparaban diestramente en las casas y servían no sólo
de aperitivo, sino que constituían un suplemento alimenticio para todos.
El evento conllevaba todo un ceremonial que enloquecía a los
pequeños: un borriquillo, sacos, varas y el canasto de la comida que era el
mayor aliciente y que la mayoría de las veces consistía en un rico canto de pan
con aceite y unas tiritas de bacalao.
¡Qué inolvidables días aquellos! Personalmente los disfrutaba
percibiendo de forma muy singular, no sólo el ritual que consistía en el
vareado de olivos por el manigero de la familia y la recogida de aceitunas por
mujeres concertadas para tal fin, sino que me gustaba perderme por
aquellos campos perfectamente alineados y cuidados de gigantescos olivos, arco
iris de soles y sombras. Me sentía como inmersa en otro mundo. y recuerdo
que, como hacía siempre y dada, desde muy niña, mi afición a escribir,
plasmaba, en el cuadernillo que no se caía de mi bolsillo, las
sensaciones de aquellas horas y que resumía en palabras, olores, sonidos,
interrogantes que me situaban en el delirio del tiempo: ¿qué sería de mí cuando
pasasen diez años? Diez años para una niña era como toda una vida, y entre mis
precocidades, la existencia me preocupaba. Sí, era como estar y no estar, como
soñar y despertar. Y los olivos, doblados de aceitunas, con su clásico olor a
verde duro, fuerte, resistente, me rozaban la piel, y la tierra, bien
labrada, casi blanca, me hablaba de extraña belleza, sencillez, nobleza,
principio y final, y las voces de mis hermanos me sonaban a perdidas en el
espacio que yo no conocía, y un cielo rechinante de sol me llamaba a
vivir, a correr, a esperar...
A la caída de la tarde, el regreso. Después en las casas, y
durante días, venía la parte más festiva: separar las aceitunas y clasificarlas
en negras, moradas y verdes. En el destino de esta clasificación estaba la
diestra sabiduría popular de cómo aderezarlas: partidas, rayadas o
enteras.
Tal vez era la rutina de los días, rota por cualquier pequeño
acontecimiento como éste y que tenían en común, con todos los que se protagonizaban,
la concentración de familia y participación de gente afín a ella, lo que tanto
celebrábamos los niños, y tendré que insistir en el hecho de reivindicar que si
bien la familia ha cambiado en muchos aspectos, los niños de todos los
tiempos siguen siendo felices, cuando unidos a padres, tíos, amigos
comparte vivencias por sencillas que sean. Recuerdo cuánta ilusión me
hacía la llegada de mis tíos, procedentes de Córdoba y que, con motivo de la
cogida de aceitunas, se desplazaban al pueblo. En el comedor de casa y después
de la comida, hacían cuentas entre sorbo y sobo de aquel café que goteaban en
maquinillas colocadas sobre los vasos y que con su mijita de anís aromaban el
ambiente de calidez entrañable. Me gustaba merodear por allí cerca de la familia
reunida. Creo que era uno de los grandes alicientes que para mí tenía la vida
era éste: ver y sentir mucha familia reunida. Al igual que ahora, al igual que
será siempre.
Y las tinajas de aceitunas quedaban en las despensas, con sus
tapaderas de madera y aquel olorcillo del romero, el orégano y el hinojo que
tan típicos eran y que impregnaban todo de olores y sabores de la tierra.
Olivares de mi tierra, centenarios campos que sombrean la blanca
tierra y aroman de vida los campos. ¡Quién pudiera ser como ellos:
resistentes, sufridos, cálidos, productivos…!
(Imagen de Internet)
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