Córdoba 29 de
noviembre de 2016
Mis queridos nietos: hoy os transcribo una carta
que pertenece a una obra que titulo Cartas al Viento. Sí, como si el viento
las pudiese llevar de un lado para otro y de mano en mano. Cada una lleva un
nombre como destinatario, alguien que alguna vez se cruzó en mi camino-
Ya sois
un poquito mayores y es bueno que de vez en cuando os detengáis a leer
cosas que pasan y que no tienen más importancia que la de saber transcenderlas
y darles el verdadero valor que tienen. Así que leer cómo valoró la abuela
a una gitanilla.
Hola, Manuel:
he madrugado, y ya sabes dónde voy: a vivir. Te cuento algo que me sucedió hace
algunos veranos, algo que esta noche vuelve a mí y comparto contigo.
Fresco, como
el ramo de jazmines que “Rozarillo” colocó en mi pelo, conservo el bonito
recuerdo de aquella gitanilla que se cruzó en mi vida un atardecer de verano
hace ya... ¡años! Casi anochecía. Resultaba bochornoso, e irrespirable, el vaho
calentón que exhalaba el asfalto recién regado de aquella terraza de barrio
donde la gente se apiñaba haciendo acopio de sillas y mesas. Desde mi posición,
observaba las peripecias que una pequeña niña gitana, no más de nueve años que,
con una canastilla de ramos de jazmines,
de mesa en mesa, sorteando dificultades, ofrecía.
Con toda mi alma, deseaba que llegara a
mí. La sentía crecer en mis deseos: necesitaba tenerla cerca, hablarle,
comprarle un ramo de jazmines. Cuando al fin, desenvuelta, con una chispa en la
mirada, la tuve a mi alcance, una especie de reverente admiración, me llevó a contemplarla
con el estupor y sorpresa que se goza
ante una obra de arte. Sus ojos verdes como las olivas parecían dos estrellas
sostenidas en vilo por un soplo de viento; su boca era la más fina pintura de
un beso; su pelo negro ensortijado, cayendo desmelenado por los hombros, sus
pies descalzos, aquella piel negra como barnizada de soles y caminos, todo en
ella hablaba de una historia distinta, de una precocidad hecha carne entre
trigales y noches de cielos estrellados, entre caminos de polvo, amasados con palmas y bailoteos...
Hasta mi
mesa llegó en medio de reproches de la
gente. Te compro una moña –le dije-.¿Te la pongo, “zo” guapa que eres mu
graciosa y mu buena? Me la colocó en la cabeza, al punto que una voz la arrancó
de mi lado: ¡Venga, Morena, deja ya la casquera!
En medio de
la bulla se me perdió para siempre.
Aquella noche, hasta muy tarde, acaricié la moña de jazmines que la gitanilla
colocó en mi pelo. Y esta noche de desastres en el mundo, yo aprieto contra mi
pecho, un solo jazmín, llamado paz y me
noto "güena, guapa, graciosa"... Un poco menos paya; un poco más
gitana.
Tal vez, amigo Manuel, nos falten
intemperies, caminos estrellados, soles... porque, en medio de tanta técnica y
consumo, es fácil olvidar el encanto, la frescura, la gracia, la inocencia que
puede transmitirnos una vulgar niña gitana.
La belleza de este arbusto -creo que silvestre- que fotografié en la sierra,
me recuerda la belleza de la niña gitana-
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